
Te encontré entre sábanas de algodón.
tan indefenso,
tan incosciente,
que tenías todas las verdades recónditas
huídas entre los pliegues de tu letargo blanco y ajeno.
Calló,calló después de buscar esa palabra al umbral de un vaso de cerveza, repasada la orilla con un carmín de rojo piruleta, goloso.
Calló y otorgó, concedió la palabra a la misma música que le había traído hasta allí: Bob Dylan, un loco perenne y “the answer , my friend, is blowing in the wind, the answer is blowing in the wind” y “the wind” era la atmósfera caliente del bar de turno, o el bar de abajo, o del de la esquina.
Quemaba la niebla de nicotina y alquitrán, abrasaba el Jameson en su garganta y ardía ella en deseos de plantarse allí y pedirle que la llevase a su casa, que no tenía adónde ir, ni con quién ir, lo cual era peor en ese caso, en esas circunstancias tan nocturnas, tan ebrias, tan absurdamente premeditadas. No, no se mezclaría con esa clase de chusma, no al menos esa noche: tenía que darle de comer al gato, y una charla pendiente con la alcachofa de la ducha. Se estiró la falda, sin ninguna delicadeza, apuró el último trago, que era ya hielo con algunos grados, y se fue, rasgando la humareda en aspavientos de mujer fatal, con la música a otra parte.
Sonaban el Banhú, el Sanxián y la pipa. Los collares estallaban y rebotaban en Si sostenido, los pendientes de plata vieja repasaban, nota a nota, las sordas sacudidas del tambor de cobre. Rojos, fucsias, amarillos, verdes aliñaban con destellos fugaces las idas y las venidas de los largos cabellos negro azabache mecidos por la flauta dulce: El anciano Takú convertía, al soplar, las notas en órdenes invisibles, sólo perceptibles por las mujercitas del monte Taramé, que un buen día brotaron, cuando el viento danzarín se topó con una caña de bambú...