En lo que tarda un parpadeo en cruzar el café cantante de lao a lao, pisa cuatro versos octosílabos de una taconeá, y envenena a Francisco “el seco”, al otro lado del colmao.
Entre falseta y falseta, un desplante y tacatá, se vuelve, tacatá...
Frunce el ceño, con los ojos encendidos, tacatá...
Entre cantiñas y melismas...
Tacatá, ¡tá y tá!.
Colección de ademanes furiosos, arriba y abajo, y se para, y despacio...
Los floreos de la guitarra. Ella los reparte a raudales, entre el público que jalea, encrespando las falanges de sus dedos arrugados.
Un lamento grave, ronco y rajado le pellizca el alma, la encandila y guía sus vueltas, sus idas, sus venidas, su contorsionismo improvisado: “El seco”, su debilidad pervertida por el cante, es tan gitano como ella.