Dos octogenarias bebían limonada de un vaso de cartón. Un grupo de niños levantaba el polvo de la plaza y una pareja de novios compraba un algodón de azúcar. Yo era feliz con mi manzana empapada en caramelo y mis zapatos de charol.
Una bolsa de almendras garrapiñadas en su bolsillo: “Son para después”.
Al otro lado de las murallas había música, se oían platillos, y tambores, y maracas y hombres con bigote cantando a ritmo de samba. ¡Qué maravilla!, ¿verdad?, ¡Cuánto ruido, y cuánta gente, y cuántos disparates!. Lo miraba y él asentía, y sonreía también. De su mano iba, como una princesa .
Entre el polvo, el azúcar y los vendedores de globos había una tómbola muy grande. Y mientras comprábamos un boleto él me limpiaba la boca de caramelo mojando sus dedos en saliva, aunque sabía que me a mí me daba aquello mucho repelús.
Me llevé aquella enorme serpiente de colores. Blanda y verde. De brillantes destellos. La paseé como un triunfo por toda la feria, igual que paseaba junto a él, por la feria, o por el parque, o a comprar el pan y el periódico.
Tanta gente con sus globos de colores y él se agachaba y me ataba los cordones, sin que yo se lo pidiera.
“Dame la mano”, y yo se la daba, y mi mano diminuta se perdía en su palma áspera como el cuero. Y detrás iba yo, persiguiendo disparates de la mano de papá.