Dupont en otra
vida hubiese sido carnicero. Si no fuera por su padre se hubiese pasado la
vida entre despellejadores, cuchillos carniceros, deshuesadores, hachuelas,
ganchos, machetes, desventradores, todos ellos hermosos e incisivos.
Entre paredes de
cerámica blanca y marmórea, helada y fluorescente.
Entre morritos de
cerdo, lenguas de vaca, rabos de toro, empapados en rojos espesos, en magentas
que se derraman.
Pero Dupont había
nacido en una familia de ilusionistas, y era un mago de chistera y pañuelo. Su as en la manga era una
paloma blanca que sacaba de su sombrero de copa. No obstante, cuando se trataba
de impresionar al gran público, partía a su azafata rubia por la mitad en medio
de una escandalosa explosión de purpurina carmesí. Eso, sin duda, era lo que más le
satisfacía.